100%
Las peores tragedias caen en domingo. Quién nos va a cuidar si nadie está trabajando, ni siquiera Diosito. Solo los de los puestos de mercados. Y nosotros, los taxistas. Pues ese domingo llevé al pasaje, un joven como de treinta y cinco años, vestido muy fresita, al Sonora Grill. Iba a comer con su familia. Algo me platicó de que no los había visto en varias semanas porque venía llegando de un viaje largo.
Ni cuenta me di del daño que me había hecho… solo hasta mucho después.
90%
Cuando envejeces sumas achaques cada semana, cada mes. Se acumulan como goteras en casa vieja, poquito a poquito, y un día se te derrumba el piso.
Toda la semana me sentí espantoso. Ni energía tenía para manejar el Tsuru: solo un cansancio, unas ganas de no hacer nada… ni siquiera comprarle el regalo a Karencita, ese que tanto tenía ganas de darle. Mi señora me regaña porque se nota que es mi favorita, que los otros nietos se van a sentir mal. ¿Y a mí qué? Se vale escoger por lo menos eso… a esta edad y chambeándole todavía… uno que sale todo el día a manejar, con el calor y el tráfico, y encima lo regañan por mostrar mucho amor.
Me costó trabajo, pero junté fuerzas para ir por los lápices de colores que le había prometido a mi nena. El pizarrón mágico que le di el cumpleaños pasado no le encantó: «Está bonito que se borra y empiezas otra vez, abue —me lo dijo con mucho cuidado, como para no hacerme sentir feo—. Pero para qué dibujo, si no dura nada». Karen es así, bien especial.
80%
La tos se me fue secando y mi esposa insistió con lo de ir al doctor, sobre todo con ese bicho chino que dicen que viene rondando por ahí. No le hice caso hasta que me prohibió ir a la fiesta de la Karencita, que porque podía estar contagioso. La nena estaba bien chipi-chipi, con todo y que le mandé su regalo, con tarjetita de Bugs Bunny y todo.
Me lloró por teléfono. Dijo que me iba a quitar el último dibujo que me dio, ese que sale toda la familia con cielo azul y un solesote sonriendo atrás. Pero no lo decía en serio, solo estaba bien dolida. Cuando me estacioné en la clínica, saqué el dibujo de la guantera, para calmar los nervios. Viaja conmigo a todos lados. Me gusta que me dibujó ahí en el centro, tapando a todos del calor con un paraguas grandote. Hasta a mí me dibujó más alto de lo que soy, y eso que cada día me vuelvo más chaparro.
70%
Me hicieron la prueba en friega cuando les conté del señor que llevé a Polanco, que no paraba de toser. Positivo. Sentí un hielo derraparme la espalda, me tuve que enderezar, me checaron el nivel de oxígeno en el dedo. La enfermera hizo una mirada rara. Le pidió a mi esposa (susurrando suavecito, pero igual la escuché) que fuera a recoger cosas de baño y ropa para varios días.
60%
Dos semanas y me fue faltando el aire cada vez más. La muerte no llega así nomás, sin avisar. Ni cuando te atropellan. Toda la vida nos vamos muriendo paso a paso, rodada a rodada. Como reloj de arena, pero no cae tiempo, y no cae arena. Lo que cae es la vida.
Esa noche, el doctor Medina se sentó junto a mi cama. Encima de la máscara se veía ojeroso, yo creo cansadísimo de atender tanto paciente. «Te vamos a tener que entubar». En un tono calmado, y así calmado, me explicó que primero me tenían que dormir.
Protesté mucho, mucho. Me sentí lleno de terror, del de a verdad, de ese que te hace sentir como si tu espalda fuera de plastilina, el pelo todo erizado, la piel toda de gallina… hasta tantitas ganas me dieron de llorar. Le confesé que me daba mucho miedo, que si me dormía, ya no me iba a poder despertar.
No dijo nada, pero vi que sí me estaba escuchando en serio. Así que insistí, le pregunté que qué haría él, en mi lugar. Con estos síntomas, con mis setenta y tres años. Y tuve mucha suerte, porque no fue de esos doctores que llegan con la respuesta ya prefabricada, que le dicen lo mismo a todos. No, él me siguió mirando a fondo, como si me conociera de antes, como si apenas me estuviera reconociendo. Por fin me dijo: «Tienes razón». Y me mantuvo despierto.
50%
Toda película de terror empieza siempre con una mudanza, y siempre de noche. Pues claro, qué miedo no reconocer en dónde estás. Sobre todo a la hora de dormir. Comí mi gelatina roja de la cena y traté de calmarme. Si mis ansiedades fueran monedas estaría cenando en restaurantes.
Como en la zona de cuidados intensivos ya no dejaban que me visitara nadie, todo fue por teléfono. Me destrozó saber que Karen estaba comiendo la mitad que antes, que ya no quería dulces ni su Nesquik de fresa. Me mandó un dibujo, ya con los lápices nuevos que le regalé. Salía yo acostado pero al aire libre, junto a un molino, con un montón de viento pintado con líneas rizadas. Para que no me faltara el aire, me dijo. Mi cuerpo lo puso más grande que la cama, me colgaban los pies como si el colchón fuera de niño, o como si yo fuera un gigante. «Si viera que ya bajé treinta kilos», pensé.
40%
Empecé a vivir dormido, a todas horas, sin aviso, ya sin queja, sin mucha ansiedad. Ya tampoco me pasaban el espejo. La última vez, alcancé a ver mi piel gris y unas arrugas amarillas que parecían hechas de cera derretida. Lo único que me dolía era el pecho. Me jodía tanto que ya ni sentía las llagas de las piernas.
Una noche me dijeron que era momento de la llamada. Como no podía ni levantar el teléfono, me lo pusieron en altavoz y marcaron a la casa.
Con las poquitas palabras que pude sacar sin desmayarme, me despedí de todos. Me pasaron a Karencita hasta el final. Con ella ya no tuve fuerzas para decirle adiós, solo le pedí que me prometiera que se iba a portar bien. En vez de eso, me dijo que se iba a venir al hospital. Que no me estaban cuidando bien. Volteé a ver al doctor Medina, pero no se veía ofendido: al contrario, solo de ver sus ojos, entendí que abajo del cubrebocas me estaba compartiendo una sonrisa triste.
Le insistí a mi nena que tenía que comer bien. Y hacerle más caso a su mamá y a su papá, que siempre se iban a preocupar por ella. «Solo si me prometes que regresas, abue». Ahí sí el doctor Medina volteó a verme muy alarmado. Pasaron varios segundos en lo que agarré tantito aire. «Mira mijita, hagamos esto… Promete portarte bien… ¿ok? Y yo… yo le echo todas las ganas.» Ahí me quedé dormido, creo, porque no me acuerdo qué me dijo después.
30%
De las semanas en coma no recuerdo mucho. Solo un sueño, ya casi al final. Me vi tirado en el piso del comedor, en la casa donde vivía cuando era niño. Estaba medio aburrido, jugando con un trenecito de madera que esquivaba las patas de las sillas y hacía «chu chu» cada que avanzaba. Ahí arriba, en el mundo de los adultos, estaba sentado mi papá. Leía un periódico apoyado sobre la mesa.
Me apoyé en su rodilla para levantarme, le extendí los brazos para que me cargara en su pecho. Pero me detuvo con una mano cariñosa. «No mijo, todavía no». Me desperté con una linterna en los ojos y el doctor Medina sonriéndome.
* * *
90%
Cuando abracé a Karencita afuera del hospital, se echó a llorar. De verme tan flacucho, yo creo. Me dio varios golpecitos enojados en el pecho, con su puño chiquitito: «¿Ves?», me dijo, «no te cuidaron nada». Siguió chillando varios minutos, hasta que por fin se agarró de mi cuello como changuita y se hundió en mi axila.
Yo también lloré, pero solo un poquito. Le prometí dejar de trabajar para pasar todo el tiempo con ella. Como usted verá, pues eso no lo pude cumplir del todo. Es aquí a la izquierda, ¿verdad? Casi me paso la salida.. disculpe. Y qué le digo. Sí, ando trabajando, pero menos que antes, para poder verla más seguido. Pero pues también… alguien tiene que comprarle sus crayones, ¿no?.