Marcos bajó de la aerocápsula unas cuadras antes de llegar. Decidió caminar el resto, para agarrar valor, y mientras lo hacía volteó hacia arriba con cierta resignación. Observó el domo de cristal que envolvía a toda la ciudad. La protegía de una lluvia que ahora caía a cascadas. Ni una sola de esas gotas lograba penetrar la gran pecera: se difuminaban contra ese horizonte curvo de vidrio templado, ambientado siempre a 20°C, intentando sin éxito bautizar esas calles secamente pavimentadas y estériles. Marcos extrañó la emoción de sentirse estar empapado con la ropa puesta. En un arranque de nostalgia, el viejo casi llegó a extrañar su niñez.
Al llegar a la dirección indicada, se detuvo para observar desde lejos. Había dos hombres parados afuera de la deslumbrante casa, que era de estilo pregaláctico y de tres pisos. Caminó hacia ellos sin permitirse dudar más: «Vengo recomendado por don Relixiano». Uno de los guardias lo miró de arriba abajo, deteniéndose sobre todo en su gabardina de algodón negro. Le hizo una seña al otro para que le abriera la puerta.
Una mesera lo recibió con una copa de vino ámbar. Ofreció guardarle la gabardina, pero Marcos se negó con un gesto tosco. La ropa que traía debajo lo delataría como alguien que vivía con posesiones de préstamo federal. Camisas de tela neosintética que le llegaban cada primero de mes, en distintos colores, y siempre con el mismo corte. Pero la gabardina no. La gabardina era suya, de lo poco que le quedaba de antes; y aunque casi siempre la dejaba resguardada en un rincón preferencial del clóset, una noche como hoy exigía portarla.
Observó al resto de los asistentes mientras esperaba en la antesala. Reconoció a Valeriana Birsch, directora ejecutiva de Genix. Sus piercings de rubíes en las cejas eran inconfundibles. A lo lejos, también creyó identificar a Silverio Machado, vestido con un traje de lino, color blanco marfil. Era un actor de holocaster que tras la reciente expansión planetaria se había convertido en político. Muy convenientemente, pensó Marcos con agudeza. No pudo reflexionar más porque los meseros invitaron a todos a pasar al foro. La subasta estaba a punto de comenzar.
Tomó un lugar en la fila de atrás, cerca de la salida y puso atención al resto de los asistentes. Casi todos portaban ropa elegante y copa achampañanda en mano. Su postura plácida en las butacas, de serenidad inacorralable, transmitía una indiferencia que a él le quedaba lejana.
—Damas y caballeros, bienvenidos. Es un placer tenerlos aquí.
La maestra de ceremonias era de sonrisa rígida y ademanes sueltos. Sus palabras diluyeron un poco de esa placidez en el público, y apareció una tensión monofocal.
—Me da gusto ver a tantas caras conocidas. Como habrán visto en el brochure, el incremento mínimo para cada oferta será de 25 mil dinaris —continuó ella—. Veo que estamos rodeados por expertos conocedores del tema, así que, sin mayor preámbulo, les presento el primer fragmentus.
Varios espectadores se enderezaron. El murmullo que todavía se oía entre algunos cesó por completo.
—Este fragmentus consiste en… un mes entero, ininterrumpido, inmaculado… de una lindísima adolescente. Incluye semanas en un campamento de verano, donde ella formó amigos para toda la vida.
Mientras hablaba, el techo proyeccional se encendió con un ligero susurro. Se fueron materializando imágenes, sonidos, olores, y hasta cambios de temperatura. Marcos vio que esta tridimensionalidad cobraba vida no solo en el podio sino también por encima y alrededor de cada espectador. Eran recuerdos de la adolescente. Dos manos delgadas que empujaban a un kayak hasta la orilla de un río helado; las risas y bromas que le compartían varios jóvenes desde otras canoas; el juego de voleibol frente al lago, horas después, mientras se secaban bajo el refulgir del atardecer. Un bombón suspendido sobre una fogata, encendiéndose de improviso. Todo visto en primera persona, todo transmitido a detalle sensorial perfecto.
Una mujer en el público metió la primera oferta por 200 mil. Valeriana Birsch, la ejecutiva farmacéutica, rápidamente la aumentó hasta 225 mil.
—Mis estimadísimas señoras —las animó la subastadora—, recuerden que van a revivir cada instante de ese verano idílico. Van a tener a su disposición cada olor del bosque, cada mordida esponjosa de ese bombón. Van a vivir, no, van a sentir en su propia piel, cada instante.
Justo entonces las imágenes mostraban la sonrisa tímida de un joven rubio. Desde el otro lado de la fogata, se reacomodaba un fleco y miraba hacia la cámara. Esto provocó nuevas ofertas y, tras un breve ida y vuelta, Birsch ganó la subasta en 425 mil.
El siguiente fragmentus pertenecía a un coreógrafo de ballet que a todas luces había sido muy exitoso con las mujeres. A juzgar por la infinidad de ligues y coqueteos, Marcos pensó que debió haber sido alguien rotundamente carismático. Aparecían varias bailarinas del grupo muertas de risa, e incluso aparentes desconocidas a quienes se acercaba en los bares, logrando romper el hielo casi de inmediato. Todas eran hermosas. El video se fue haciendo cada vez más atrevido: besos en ropa interior, cuerpos apretados contra la pared, y una fugaz mordida de entrepierna, censurada con mínima discreción.
—Diecisiete parejas distintas—presumió la maestra de ceremonias. Estaba patinando en la delgada línea entre mantener el decoro y la provocación al cliente—. Y sobre la pregunta que seguro se están haciendo: más de treinta orgasmos confirmados.
Marcos observó con interés que no solo ofertaron hombres, sino también un par de mujeres. El ganador acabó siendo un señor delgado, que dejó atrás a los demás al pasar un millón de dinaris. Se llevó aplausos entre sinceros y envidiosos. Hubo un breve intermedio que los meseros aprovecharon para rellenar las copas y servir canapés, y luego el concurso continuó con los recuerdos de una afamada cantante pop que había muerto recientemente.
El gancho de venta en este caso parecía ser el vuelo narcisista. La curación de instantes estaba enfocada en el vértigo de los conciertos, que se sentía con el retumbar del bajo y la vibración del escenario, y luego las pasarelas de alfombra roja, el codeo con otras celebridades. También habían instantes de abrumación desbordada. Cientos de fanáticos y periodistas la rodeaban con flashazos impacientes, agrupados a su alrededor como si se tratara de una divinidad, con el único deseo de tocarla, de sentirse cerca de ella.
—Y por último, damas y caballeros, vamos a cerrar con uno muy especial —el brillo en los ojos de la presentadora comunicó que la noche iba por buen camino—. Tenemos aquí la definición precisa de lo que significa la ternura. De lo que significa el amor.
Marcos se inclinó firme sobre su silla y atrapó su mano derecha debajo de su muslo, para evitar que temblara. Miró los videos con un anhelo enérgico. Varios de los recuerdos que iban a mostrar los conocía muy bien.
—Todos los momentos que pasó un soldado con su pequeña y adorable hija —continuó ella—. Nunca antes habíamos encapsulado tanto material. De hecho, es un récord para la industria. ¡Quinientos! Sí, quinientos días completos. El día que nació ella. Y el de después, y el que cumplió cinco años. Hasta ahora les hemos podido ofrecer recuerdos fugaces, destellos inmediatos, pero, a fin de cuentas, lúdicos, transitorios. Algunos dirían que hasta inconsecuentes. No, señoras y señores, esto que tenemos a nuestro alrededor es algo especial. Es algo distinto, único.. es algo real. Es vivir una vida entera. Vivir, soñar, abrigar… sentir en carne propia todo lo que significa un amor y un cariño sin límites.
Las proyecciones reflejaban una ternura íntima. Aparecieron los primeros gateos de la niñita por la sala, su emoción incontenible al recibir de regalo un enorme elefante de peluche. Marcos pudo casi sentir lo afelpado que estaba el muñeco; la luz atenuó hasta hacerse más cálida cuando la niña lo recibió, y más todavía, cuando volteó para compartirle un abrazo a su papá.
—Dos millones.
La oferta fue tan súbita, sin esperar a que avanzara más el fragmentus, que todos necesitaron unos segundos para encontrar al responsable. Se tuvo que levantar para repetir la oferta: era Silverio Machado. Marcos masculló del coraje. Se preguntó por qué carajos tenía que haber sido él.
El resto del público se quedó sin habla. Transcurrieron varios segundos, cargados de expectativa. Pero nadie se animó a hacer una contraoferta.
—¡Vendido!—sentenció la maestra de ceremonias—. Al caballero de finísimo traje blanco. Excelente compra, estimado señor Machado. Con esto cerramos. Ahora, para los detalles de pago y entrega, les pido a los ganadores se queden en sala para que…
Marcos se escapó con el resto de los asistentes, con todos los otros que no habían ganado nada. Cruzó la calle. Checó que nadie lo estuviera observando y se agazapó en la oscuridad del callejón de enfrente.
Media hora después, vio salir a Silverio Machado. De inmediato lo recogieron en un Tesla clásico; los políticos eran de los pocos que todavía tenían permiso de transporte propio. Marcos abordó una aerocápsula y habilitó la conducción manual para seguirlo desde lejos. Tuvo suerte. En vez de irse directo a casa, vio que el Tesla se frenaba frente a un bar technofunk. Silverio dejó atrás a sus guardaespaldas y se adentró en la puerta de grafito.
Estaba metido entre toda la gente, intentando pedir algo en la barra, cuando Marcos llegó hasta él.
Lo tomó con firmeza de la nuca y le susurró:
—Esto que sientes aquí es una navaja magnética—Silverio volteó sorprendido, pero el aguijonazo caliente sobre su riñón le frenó la lengua. Miró hacia abajo con un gesto de pánico inmovilizado—. Supongo que sabes lo que pasa si empujo un poco más. Ahora camina, muy despacio, hacia el baño.
Marcos lo condujo a empujones entre toda la multitud, fingiendo abrazarlo como si se tuviera que apoyar sobre él de lo borracho que estaba. Así avanzaron hasta el baño para personas subandroides. Casi siempre era el menos ocupado. Lo arrinconó contra el espejo y cerró la puerta con llave.
—Tengo dinero, permisos… —Silverio Machado estaba aprendiendo por primera vez en su vida a sentirse indefenso—. Lo que quieras, lo consigo…
—¿Qué quieres tú con los recuerdos?
—¿Recuerdos? ¿Qué recuerdos?
Pasaron un par de segundos antes de que entendiera.
—Mira, amigo…
—No soy tu amigo.
—Sí, perdón —el político reculó para acomodar mejor sus palabras—. Mira, estimado. ¿Te puedo decir estimado?
—…
—Mira, si lo que quieres es el fragmentus, te lo puedo dar. Igual no te va a servir de mucho… —señaló hacia la frente de Marcos—. No hay cicatriz, ¿sabes?, no tienes implante.
Marcos lo miró fijamente, sin disminuir ni un gramo la presión de la navaja contra su vientre.
—Necesitas ahí en el… en el cortex frontal… necesitas implantarte ahí un reproductor. Para que funcione bien, para que vivas la experiencia completa —desplegó una sonrisa de farándula, pareció agarrar algo de confianza—. La verdad, es una cirugía de nada. Hoy día cualquier doctor te la hace, mira, es más, yo tengo un amigo que..
—¿Y el reproductor? —la interrupción fue seca.
—Bueno —movió un poco las manos, como dando un discurso—, un poco más difícil conseguir un reproductor, ya sabes, las restricciones a los nanochips y todo eso, ¿no?… pero… pero, todo se puede conseguir. Más aún, ven conmigo y te garantizo que…
—¿Tú qué quieres con los recuerdos?
—Nada, yo… mira. Razones personales, ¿sabes? —se rio intentando generar camaradería, pero el gesto seco de Marcos lo detuvo—. Mejor, cuéntame tú… dime cómo conseguiste la navaja, esas son casi imposibles, ya no se encuentran. Oí que solo las daban en el ejército … —se detuvo con un gesto de sorpresa y observó a Marcos con más atención—. Pero no… no tiene sentido, estás muy viejo. La niña tendría que ser tu…
—Nieta —la palabra salió antes de que Marcos lograra atraparla. Apretó la quijada para que no le temblara la voz—. Esa niñita… es mi nieta.
Silverio suavizó su expresión.
—Tu nieta, qué lindo —volvió a sonreír, intentó retomar el control—. Seguro que ella te ha de adorar, seguro que no quiere verte metido en un problema. Ya sabes cómo andan las penas por extorsión…
Marcos le apretó el cuchillo y el otro soltó un grito desgarrador; el aire del baño se llenó de un olor a sangre evaporada.
—¡Amigo! No, no, tranquilo. Yo no te voy a delatar. Déjame ir y te prometo, te doy mi palabra, que yo no…
—¿Sabes cómo les extraen las memorias? —Marcos había abierto su garganta y ahora no lograba cerrarla—. ¡¿Sabes lo que implica?! No. Claro que no sabes. ¡Nunca quisiste averiguarlo! ¿Verdad?
Silverio Machado mantuvo abrió los ojos aterrados y mantuvo su postura inmóvil.
—Tienen que revivir cada recuerdo —continuó Marcos—. Cada detalle, segundo por segundo… conectados a una máquina, a una escarbadora que les succiona neuronas, materia gris, que les roba… que les roba cada momento. ¿Sabes lo que duele eso? ¿Sabes lo que significa?
El otro por fin se quitó la máscara sonriente y lo miró de frente.
—¿Me estás diciendo que tu hijo se tardó dos años para… para poder vender esto?
—Dos años… en coma —su mirada apuntaba hacia Silverio pero ahora veía otro lugar—. Sin dar su permiso… sin saber lo que le iban a quitar. ¡Esos generales de mierda! Dos años soñando solo con ella… dos años viéndola solo a ella… antes de morir.
Se esparció sobre ellos un silencio.
—¿Por qué no te vas con tu nieta? Mira, a mí no me hiciste… nada… no eres culpable de nada. Ve con ella. Dedícale tiempo …
—Tiempo no tengo. Cáncer. Terminal —hizo un gesto certero —. Por eso le quería dar esto. Que nunca me dijiste para que los quieres tú. Los recuerdos… ¿para qué los quieres?
—Ah, eso —Silverio se tomó unos instantes. Sonrió, quizás por primera vez de forma genuina—. A estas alturas… supongo que te lo puedo contar. Yo tuve una mujer… bueno, varias…. Pero yo… nunca logré tener hijos. Por mi carrera, ya sabes, todo eso. Y luego… luego por biología.
—Lo siento. Lo siento mucho. No sabes lo que te perdiste.
—No —se volteó hacia Marcos, que lo observaba con empatía y cuchillo de por medio—. Créeme que sí lo sé.
Se dejaron de mirar uno al otro y se quedaron ahí, reflexionando contra el espejo. Al fin, Marcos separó el silencio:
—Me habría gustado que tuvieras un hijo.
—Gracias —respondió Silverio, en voz baja—. A mí también.
La tajada lo abrió de lado a lado. Cayó muerto al momento, un zíper abierto que empezó a desparramar sangre hervida. Marcos se sentó junto a él en el piso. Se sintió cansado, muy cansado. Más cansado que triste. No pudo ni pensar en el antes, en todo lo que había quedado en esa tierra tan lejana, ese lugar que nunca iba a recorrer otra vez. Tampoco pensó en las pocas semanas que le quedaban. Y mejor, porque las pasaría humillado. Lo iban a encontrar, en un par de días máximo, y lo iban a encerrar como a un animal.
En vez de eso, pensó en todo lo que le faltaba por hacer y el poco tiempo que iba a tener para revivir un pasado que no fue suyo, pero casi. Sujetó la navaja, se esperó a que le dejara de temblar la mano. Antes de hacerle la primera incisión en la frente, se soltó a llorar.