La faena

 

Al torero Manolo Velázquez lo secuestraron los extraterrestres. Lo levitaron hasta su nave espacial, lo inmovilizaron en una mesa metálica, y le dijeron que lo habían escogido precisamente por ser torero. No entendió por qué no le hicieron pregunta alguna sobre la tauromaquia. En vez de eso, se pasaron todo el trayecto platicándole sobre el tiempo, que es circular en vez de lineal, y sobre la equidad de la vida y la naturaleza, que es absoluta y no relativa. Estaba tan aterrado que, aunque no entendió mucho, le pareció prudente decirles que estaba totalmente de acuerdo con ellos. Cuando llegaron al planeta Ritmar, tampoco entendió por qué lo condujeron hasta el centro de un coliseo, cercado por gradas repletas de aliens jubilosos. Se le ocurrió que quizás sería para presentarlo ante toda la sociedad planetaria y preparó en su cabeza un discurso para compartirles sobre su disciplina y arte.

 

En lugar de micrófono, apareció ante él una sombra casi invisible. No entendió por qué pero esta comenzó a repartirle varias bofetadas. Una tras otra, en los cachetes, en la nariz, en la quijada. Más que dolor, lo llenaron de indignación. Intentó arremeter contra la sombra. Cada que estaba a punto de golpearla, esta aparecía en otro lado. Solo empezó a entender cuando sintió el filo de la espada contra su espalda.

 

 

Sobre la fe y otros crímenes

 

Cuando sintió el filo de la espada contra su espalda supo que lo estaban asaltando.

 

– ¡Manos arriba!

 

Qué mierda. Si el día iba relativamente bien. Ya había acabado de pastorear y hasta le había dado tiempo de visitar a su madre en el pueblo.

 

–¡MÁS ARRIBA! Bien, ahora entra a ese templo de ahí. Avanza, carajo.

 

Miró la entrada del templo, que parecía ser de Brahma o Vishnú. Se quitó las sandalias en la entrada, se sacudió la arena de los pies, y se despojó de la cruz que llevaba colgada del cuello. Pensó en su futuro como hinduista y le entró cierta melancolía. Los asaltos serían mucho más sencillos en los siglos siguientes, cuando por fin se inventara el dinero.

 

Entró y se unió a la congregación. Como si fuera uno más.

 

 

Los ríos y los aires

 

Como si fuera uno más, el antropólogo se sentó junto a la fogata para escuchar al jefe de la tribu amazónica. Este le intentó enseñar el lenguaje de los ríos. Le contó que en su murmullo escuchan revelaciones sobre cuánta pesca habrá en el otoño, sobre cómo vendrá el viento que bajará de las montañas ese invierno. Al antropólogo esto le pareció tan original y gracioso que con su teléfono satelital llamó de inmediato al editor de National Geographic. Por su parte, al líder amazónico le preocupó que este hombre hablara solo, sosteniendo su oreja contra un objeto para que no se le cayera entre la maleza. Fue hasta que el antropólogo le empezó a platicar sobre ondas y satélites, que el jefe se relajó y también pudo reír con él. Y entonces lo entendió: no hay nada más sano que respetar las locuras de los demás.

 

 

Principios y finales

 

No hay nada más sano que respetar las locuras de los demás, pensó Marco cuando vio que su esposa pedía un estofado de res. La visita al campo del fin de semana anterior había sido la primera vez que ambos habían convivido a fondo con vacas, y a Marco la experiencia lo había marcado para siempre. «Nunca más probaré la carne», pensó mientras llegaba a conocer la verdadera paz interna.

 

Pero unos meses después se topó con un documental de National Geographic. Un biólogo describía cómo las plantas chillan, casi entre llorando y gritando, cada vez que alguien les corta un tallo. Desde ese día,  Marco solo come pan, y siempre con audífonos puestos. Para no escuchar a la levadura, que por ratos se pone a gemir muy lento.

 

 

Mi mamá me quiere matar

 

Por ratos se pone a gemir muy lento y yo recuerdo su forma de abrazar. Empieza suave, con un cariño levemente aferrado, y poco a poco se va estrechando más. Si no la detengo, el apretón pasa de la espalda a los hombros, de ahí al cuello, y me empieza a asfixiar. Es lo mismo cada que pasa por mí en el coche. Se empieza a emocionar hablando de cómo he crecido, sobre lo brillante que pinta mi futuro cuando acabe la escuela, y voltea más y más a verme a mí, y menos y menos a la carretera. Sé que si no la interrumpo nos vamos a desbarrancar.

 

De momento solo observo sus ojos cerrados. De su boca sale un respirador conectado a tubos transparentes, que parecen casi arterias expuestas. Le doy un abrazo interminable, intentando esquivar esa telaraña de plástico que se me entierra cuando la aprieto. Más allá de lo que digan los doctores, sé que no me puede escuchar. No puede sentir este abrazo. Pero yo sí. Once meses lleva ya en coma y yo no paro de pensar horrores,

 

 

Civilización

 

¡Buenas tardes y bienvenidos a Noticias del Día en Radio GWT! Les habla su locutora favorita, Emma Patterson.

 

Hoy inició en Florida el juicio de corte marcial al capitán Ed Murphy, de la fuerza aérea estadounidense. El capitán Murphy comandó la fatídica misión, esta primavera pasada, en las tierras lejanas del salvaje Irán, antigua cuna de la civilización. Los pilotos tenían el claro objetivo de bombardear a cuarenta civiles desarmados pero, accidentalmente, mataron a un terrorista. Es de no creerse, mis estimados radioescuchas, parece que vivimos en un delirio permanente.

 

 

Labradores

 

Es de no creerse que Juan siga luchando con su rival de siempre. Yo, por ejemplo, no tengo una enemistad así. Algo de rivalidad, sí, con la pelota verde que chilla. O con el hueso de carnaza. Me paso horas desafiando sus pellejos, obstinado en liberarlos uno por uno.

 

Cuando no me está alimentando croquetas, Juan se sienta en el escritorio para enfrentarse a su gran enemigo. Es un cubo delgado que emite una luz constante y hace sonidos ocasionales. Tiene el vientre desprotegido: es justo ahí debajo donde Juan lo martillea constantemente con los dedos. Lo golpea y murmura. Lo golpea y maldice. Lo golpea y grita. Siempre encarando de frente al cubo de luz, desafiante y despiadado. Pero por mucho que lo intenta, nunca le saca un chillido satisfactorio, nunca le desmenuza ni medio pedazo sabroso para masticar. A partir de mañana empezará a orinar el cubo todos los días, a ver si un día Juan se da cuenta de que esto ya es pura necedad.

 

 

Finales y principios

 

«Esto ya es pura necedad», pensaron ellos cuando el resto del país no quiso escucharlos. La única solución que encontraron fue desarraigar y empezar solos desde cero. Fundaron su propia comuna, alejados de la civilización. Veinte o treinta jóvenes con valores liberales, y después algunos otros, amontonándose poco a poco alrededor de un lago.

 

Un día se dieron cuenta que ya se habían colado al pueblo algunos racistas, y dos que tres homófobos. Sin titubear mucho, expulsaron a todo aquel que lograron identificar y alzaron un gran muro alrededor de la comuna. Les pareció inútil debatir con ellos: quién sabe cuántas otras atrocidades ocultas habitarían en sus corazones. Y además, las creencias malvadas se esparcen como hierba mala, así que mejor arrancarlas de tajo. Para aliviar la tristeza de los amigos y familiares que dejaban atrás, en honor de cada desterrado sembraron una planta afuera de la muralla, a modo de enredadera. A modo de conmemoración, sin duda. Quizás también a modo de advertencia.

 

La situación mejoró hasta que llegó el verano de la sequía. Lo que era antes un lago pasó a ser un estanque, luego un charco. Al final quedó solo un parche húmedo en la tierra. Empezó a escasear la comida, luego el agua. Y por más que intentaron conectar un camino hacia afuera, se vieron atrapados por la maleza alrededor de la muralla, que fue imposible de penetrar. Tampoco es como que le pusieron tanto esfuerzo. A fin de cuentas, quién quiere ir a comer con racistas y homófobos.